• Política ESPAÑA, ¿EXCEPCIÓN EUROPEA?

    21/07/2025 | 17:32   |   Redacción 

    ESPAÑA, ¿EXCEPCIÓN EUROPEA?

    Artículo de opinión de Antonio Morales, presidente del Cabildo de Gran Canaria.


    El lunes pasado iniciamos en el Gabinete Literario un ciclo de conferencias bajo el enunciado de   “Democracia y Totalitarismo”. Impulsado desde el Cabildo de Gran Canaria, de la mano de la sociedad civil, nace con una motivación clara: generar espacios de pensamiento y reflexión crítica ante el deterioro progresivo de la cultura democrática en el mundo occidental. En una época en la que los automatismos del sistema parecen fallar, donde el ruido y la desinformación ocupan el espacio público, creemos que la defensa de la democracia debe ir más allá de los gestos institucionales y pasar también por una ciudadanía consciente, formada y comprometida. Este ciclo es, en ese sentido, una llamada a la responsabilidad colectiva.

    En el marco de esta iniciativa, Enric Juliana Ricart, periodista y analista político de larga trayectoria y reconocido por su capacidad para leer los procesos históricos con profundidad y sentido crítico, nos dio una conferencia titulada “España, ¿excepción europea?”. Su intervención nos permitió situar el caso español en el contexto más amplio del presente europeo y global, donde el auge de los autoritarismos ya no es una advertencia futura, sino una realidad palpable.

    Porque, seamos claros: lo que está ocurriendo en gran parte del mundo occidental no es coyuntural ni anecdótico. Por primera vez en muchas décadas, fuerzas políticas que no ocultan su desprecio por los valores  democráticos están ganando elecciones, formando gobiernos, modificando constituciones y normalizando discursos de exclusión, odio y enfrentamiento. La ultraderecha ha dejado de ser un fenómeno marginal. Hoy es, en muchos países, el centro de gravedad del poder político.

    En Estados Unidos, el trumpismo no es un accidente, sino la expresión de una transformación profunda del Partido Republicano y del imaginario político norteamericano. Su retorno al poder consolida un modelo que trivializa la violencia, desprecia el pluralismo y pone en cuestión incluso la legitimidad de los procesos electorales. En Francia, el ascenso de Marine Le Pen y el hundimiento del centro republicano tradicional confirman que la ultraderecha ya no necesita esconder su verdadero rostro: puede aspirar abiertamente al poder sin camuflajes. En Italia, Giorgia Meloni lidera un gobierno que conecta sin complejos con la tradición posfascista, y en el Reino Unido, el Brexit fue sólo el primer capítulo de una deriva reaccionaria que sigue reconfigurando su espectro político.

    Y podríamos seguir: Alemania, donde Alternativa para Alemania (AfD) marca la agenda con un discurso xenófobo y negacionista; Hungría y Polonia, donde los derechos fundamentales están siendo recortados sistemáticamente desde los gobiernos; o Países Bajos, donde Geert Wilders ha logrado convertir sus posiciones extremas en propuestas institucionales.

    En todos estos casos, la ultraderecha ha sabido explotar las grietas de un sistema democrático que ha perdido capacidad de respuesta, tanto en lo institucional como en lo cultural. Lo más preocupante, sin embargo, es que en prácticamente ningún país la izquierda está siendo capaz de construir una alternativa sólida. Ni la socialdemocracia, en general atrapada en una defensa tecnocrática y conservadora del statu quo, ni las izquierdas de tradición postcomunista o populista, que a menudo se ven reducidas a expresiones de resistencia minoritaria, simbólica o  fracturada, están ofreciendo un horizonte creíble de transformación.

    Esta situación plantea una pregunta incómoda: ¿Qué está fallando en la arquitectura democrática para que millones de personas, en contextos tan diversos, estén optando por modelos autoritarios, nacionalistas y excluyentes?

    Una primera respuesta tiene que ver con el agotamiento del modelo neoliberal, que ha vaciado de contenido el pacto democrático en múltiples planos: ha debilitado los servicios públicos, ha intensificado la precariedad vital, ha reducido la participación ciudadana a un ritual electoral cada cuatro años y ha favorecido la concentración de poder económico en pocas manos. La democracia se ha convertido, para amplios sectores sociales, en un cascarón vacío que no garantiza seguridad, ni dignidad, ni futuro.

    Pero no basta con identificar las causas. Lo fundamental es asumir que la solución no pasa por restaurar un pasado idealizado, sino por tener el coraje de avanzar hacia una profundización democrática real. Porque si la democracia liberal está en crisis, la respuesta no puede ser su defensa acrítica, sino su radicalización en el sentido positivo del término: más participación, más transparencia, más redistribución, más derechos, más capacidad de decisión para las comunidades.

    Defender la democracia hoy implica construir nuevos marcos políticos, culturales y económicos. Significa asumir que los viejos consensos —por útiles que fueran en su momento— ya no bastan. Que la confianza ciudadana no se recupera con gestos simbólicos, sino con políticas valientes. Que la lucha contra el autoritarismo no se gana solo en los parlamentos, sino también en las escuelas, en los barrios, en los medios, en la forma en que nos relacionamos cotidianamente como sociedad.

    Y, en ese sentido, España no puede mirar hacia otro lado. ¿Somos realmente una excepción? ¿Estamos al margen de esta ola? ¿O estamos simplemente en una fase diferente del mismo proceso? Las elecciones recientes, la crispación permanente, la deslegitimación de instituciones, el auge de discursos reaccionarios en medios y redes y el cuestionamiento del pluralismo territorial y cultural muestran que la inmunidad democrática española es, en el mejor de los casos, parcial y frágil. No hay garantía alguna de que la deriva autoritaria no se instale  también aquí con fuerza.

    Frente a ese riesgo, no basta con la resistencia defensiva. Necesitamos políticas que vuelvan a poner la justicia social, la igualdad y la participación real en el centro del proyecto democrático. Necesitamos recuperar el sentido del bien común y el valor de lo público. Y necesitamos, sobre todo, una ciudadanía que no acepte la resignación como horizonte.

    Porque la democracia no se protege sólo con leyes. Se protege —y se regenera— con ideas, con debates como los que impulsa este ciclo de conferencias, con pensamiento crítico, con cultura, con compromiso. Por cierto, tengo que citar aquí y expresarle todo el apoyo a Democracia Canarias XXI, un foro de ciudadanía, plural, surgido en nuestra isla ante los avances de los totalitarismos y la regresión y el debilitamiento de la democracia.

    Es nuestra responsabilidad —como instituciones y como sociedad— abrir caminos para esa regeneración. No podemos permitirnos la nostalgia, ni la indiferencia, ni la resignación. Si el presente es difícil, el futuro dependerá de lo que estemos dispuestos a construir  hoy, desde la suma de esfuerzos.

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